El acuerdo suscrito entre Bolivia y Brasil marca el inicio de una nueva era no sólo en las relaciones bilaterales, sino en la lucha regional contra las drogas
Tres meses después de la posesión de Dilma Rousseff como sucesora de Lula da Silva en la presidencia de Brasil se ha plasmado el primer acuerdo bilateral entre ese país y el nuestro. No ha sido, como hubiera sido natural en tiempos pasados, nada relacionado con el gas que exportamos a nuestro vecino ni con las inversiones anunciadas para la industrialización de hidrocarburos, ni para consolidar alguno de los muchos convenios de complementación económica pendientes. Ha sido para que queden claros, más allá de cualquier posible duda, los nuevos términos en los que ambos países se relacionarán de ahora en adelante.
Muy atrás quedaron los tiempos cuando, como en agosto de 2009 (hace menos de dos años), Lula da Silva con una guirnalda de hojas de coca en el cuello legitimaba con su presencia en el trópico cochabambino la instauración de la “Policía Sindical” en un acto al que el presidente Evo Morales calificó de “histórico”. Se suponía que ésa sería la forma como el Gobierno boliviano llenaría el vacío dejado por la expulsión de la DEA, y al por entonces mandatario brasileño no parecía importarle mucho que así fuera.
Absoluta y totalmente diferentes, por la forma y por el fondo, son los nuevos términos en los que se ha producido la visita de los emisarios de Dilma Rousseff. El tema del gas ha pasado a ocupar un lugar secundario en la agenda binacional; de las tan anunciadas y multimillonarias inversiones brasileñas ya sólo queda el recuerdo y no hay nada que permita suponer que se mantenga algo del afectuoso paternalismo con el que da Silva solía tratar a nuestro país y su Presidente.
En la nueva era de relaciones bilaterales que formalmente ha sido inaugurada, los grandes proyectos de complementación económica han sido sustituidos por limitados programas de asistencia técnica en áreas como el saneamiento básico, la sanidad animal o el desarrollo fronterizo. Nada que pueda compararse con el ambicioso proyecto hidroeléctrico Cachuela Esperanza –componente boliviano del Complejo Río Madera– u otros relacionados con la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA).
Contrasta notablemente con el debilitamiento de otros temas en la agenda bilateral la firmeza con la que Brasil ha asumido en nuestro país su flamante papel de principal ejecutor de la lucha contra las drogas en Sudamérica, tarea para cuyo cumplimiento contará con la participación, tal vez menos visible pero no por eso menos directa, de la DEA.
Tan importante como lo anterior es el hecho de que haya sido el ministro de Justicia de Rousseff quien, ni bien asumiera su cargo en enero pasado, planteara la necesidad de debatir sobre la despenalización de las drogas. “Tenemos que discutir ese tema de forma abierta, sin dogmas”, dijo, lo que permite suponer que Brasil no se limitará a ejecutar tareas represivas.
Es de suponer que no han sido fáciles las negociaciones que condujeron a la nueva relación entre Bolivia y Brasil. Y es también previsible que no esté exenta de serias dificultades. Falta saber, por ejemplo, si los productores de coca estarán dispuestos a aceptar los efectos prácticos que sobre su negocio tendrá la nueva etapa de la guerra contra las drogas que se ha inaugurado ayer.
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