Como si el sofocón que al Gobierno de Evo Morales le dio la noticia sobre la detención en Panamá de quien hasta hace no mucho tiempo participaba en la lucha contra las drogas no fuera suficiente, durante las últimas horas se han sumado, casi simultáneamente, dos motivos más para la preocupación de quienes temen que el asunto del narcotráfico se convierta en el problema más complicado para el oficialismo durante los próximos tiempos.
Nos referimos a la más reciente versión del informe anual de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) que fue presentado en Viena, por una parte, y al Reporte sobre la Estrategia de Control de Narcóticos 2011 del Departamento de Estado, por otra. Ambos documentos, como ocurre todos los años, hacen una evaluación del estado de la lucha contra las drogas en cada uno de los países miembros de la comunidad internacional y coinciden al señalar a Bolivia entre los que más pobres resultados obtuvieron.
En el caso del informe de la JIFE, la crítica más severa se refiere a que durante los últimos cuatro años se habría mantenido una tendencia creciente a la expansión de los cultivos de hoja de coca. Indica también que “en los últimos años ha aumentado la capacidad de los traficantes del_Estado Plurinacional de Bolivia y el Perú para fabricar cocaína”. Lamenta, por otra parte, que Bolivia no cumpla plenamente con los tratados internacionales al permitir el masticado de la hoja de coca.
El Reporte sobre la Estrategia de Control de Narcóticos 2011 del Departamento de Estado, por su parte, es igual o más severo aún. Señala a Bolivia, con Birmania y Venezuela, entre los países que encabezan la lista de los que han “fallado ostensiblemente” en sus obligaciones internacionales para la lucha antinarcóticos.
Como se puede apreciar, no hay nada nuevo en ambos informes pues no hacen más que repetir verdades por demás conocidas y reconocidas desde hace muchas décadas. Que Bolivia es, con Perú y Colombia, uno de los principales productores de hoja de coca, y que ocupa un lugar importante en la cadena de la producción y comercialización de la droga no implica ninguna novedad.
Tampoco se puede afirmar –como que ninguno de los documentos lo hace– que la situación haya variado sustancialmente en ninguno de los países evaluados ni en lo referido a las extensiones de plantaciones de coca ni en lo referido a la producción y comercialización de cocaína. Si hay variaciones en uno u otro sentido en relación a años anteriores, éstas se pueden explicar por factores ajenos a las políticas aplicadas en cada país más que a su relativo éxito o fracaso.
Hacer esas puntualizaciones es siempre importante pero mucho más cuando, como ocurre ahora, la tentación de mezclar el tema del narcotráfico con asuntos de política interna de los países involucrados es demasiado grande.
Bueno sería, por eso, que los previsibles análisis que sin duda proliferarán a raíz de los documentos que comentamos no pierdan de vista el contexto en el que ambos se publican, que no es otro que el fracaso de la lucha contra las drogas no sólo en nuestro país, sino en el mundo entero, como vienen sosteniendo reconocidas personalidades de la región sin que hasta ahora sean debidamente escuchadas y se siga remando en contra de la corriente por prejuicios e intereses burocráticos.
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