Tratando de plantear una visión innovadora sobre el uso de la hoja de coca en nuestro país, Carlos D. Mesa Gisbert desarrolla dos ideas en su columna periodística del 19 de marzo: La primera, que históricamente el uso de la coca ha servido para subyugar a sus consumidores y la segunda, que la masticación de hoja es adictiva.
No entro ahora a discutir el juicio sobre si antes de la Conquista la coca era un bien de consumo exclusivo de los sectores dominantes o un “bien de lujo” como proponen varios autores. La importancia del punto es crucial, porque sirve de sustento a la principal tesis del artículo: “Que la coca es opresora” (textual), pero este espacio es demasiado breve para debatirlo. Sin embargo, al confrontar las ideas de Carlos D. Mesa sobre la adicción y daños a la salud que atribuye a la masticación de coca, me referiré al contenido político e ideológico esencial de esas creencias.
El artículo afirma que “millones de bolivianos consumen la hoja de coca” (textual) que es, según la suposición del autor, un hábito adictivo, causado por la cocaína, con efectos nocivos sobre la nutrición y la salud de los enviciados. Las consecuencias de esta simple (¿?) apreciación van muy lejos, porque si más de un tercio de nuestra población económicamente activa fuese drogodependiente, estaríamos encerrados en una trampa casi insalvable.
Hermanas Terán y otro acusados de narcos |
Pero, la verdad es que esa encerrona atrapa al artículo y no a las supuestas víctimas a las que se refiere, porque la expansión de los cultivos de coca, en Bolivia y fuera de ella, no obedece a la voraz demanda de millones de akullicadores insaciables. La idea de que la gente no come por masticar coca, promocionada por el peruano Gutiérrez Noriega y un puñado de autores no es cierta ni novedosa; circula desde 1940 y ha servido para penalizar mundialmente el consumo de hoja de coca por mandato político y sin base científica alguna.
No existen estudios confiables que prueben la predisposición a inducir desnutrición, mientras la evidencia empírica proporciona masivos y vehementes indicios en contra. Por ejemplo, los mineros y los choferes que son grandes consumidores de hoja están lejos de encabezar las listas de grupos desnutridos. Y respecto a la “adictividad”, el hecho de que la coca contenga cocaína no debe llevar a conclusiones que pasan por alto la cantidad y la forma de ingreso de la sustancia al organismo; quien crea que esto es irrelevante, intente combatir el dolor de cabeza, frotándose las sienes con el polvo de unas cuantas aspirinas o inhalándolo, si lo prefiere.
Para no caer en la hipocresía como propone el artículo y no deslizarse en posiciones prejuiciosas, históricamente vinculadas al desprecio señorial y colonialista de quienes atribuyen nuestros problemas a vicios y enfermedades más o menos congénitas, la discusión sobre la coca tiene que ocuparse de problemas reales, como la completa parálisis de la estrategia gubernamental de “industrialización” de la hoja, a la que se han referido e interpelado más de una vez los mismos cocaleros.
La esencia del problema es que ninguno de los principales usos potenciales que servirían para materializar la industrialización y la apertura de mercados internacionales para la hoja de coca, como su acción sobre el metabolismo de los carbohidratos, sus propiedades antidepresivas o su efecto de disminuir el apetito, pueden desvincularse de sus alcaloides. Y ése es un tema sobre el que ninguna autoridad tiene la más tenue tentación de siquiera empezar a pensar.
El autor es docente universitario
El autor es docente universitario
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