El acuerdo para que los cocaleros de los Yungas paceños puedan comercializar su producción en Cochabamba y Santa Cruz, por una parte, y el proyecto de ley por el cual se permitiría el cultivo de mil hectáreas del arbusto en Caranavi, por la otra, a lo que debe añadirse la proliferación de las plantaciones de la hoja en La Asunta de la misma región paceña y, por si no fuera suficiente, en Yapacaní y San Julián del departamento de Santa Cruz, son prueba fehaciente de que el circuito de la coca-cocaína sigue y suma en el país, a riesgo de que en breve sea considerado un narco-estado por propios y ajenos, sin que las consecuencias de un extremo de esa naturaleza parezcan inquietar a nadie.
El primer hecho fue corolario de un conflicto entre los cocaleros y las autoridades de gobierno, que acabaron cediendo ante las demandas de aquellos, mientras que los otros son fruto de una suerte de crecimiento natural de las hectáreas cultivadas por un sector de la sociedad que se cree no sólo en el derecho de sobrepasar los marcos de la ley, sino que se siente protegido por el poder central, cuando no uno de sus integrantes de peso.
Se dice que la coca yungueña es la más apta para el uso tradicional, por lo que en las presentes circunstancias es posible inferir que sustituirá a la chapareña y de las cercanías de Santa Cruz en términos de consumo humano, en tanto que estas dos últimas regiones incrementarán la colocación en el mercado de la materia prima para la elaboración de la cocaína.
El auge del mencionado circuito es palpable a través de la continua y creciente incautación de la droga, aparte del descubrimiento de las factorías, que en conjunto no significan una mayor eficiencia de los organismos represivos correspondientes, sino la explosión del negocio ilícito por encima de todo lo que implica.
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