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viernes, 15 de noviembre de 2013

reclama reaccionar con firmeza El Deber ante el tema de la cocaína que ha remontado el campo y se ha introducido en ciudades de Bolivia y Argentina donde las leyes son muy débiles que permiten el tráfico especialmente con Bolivia a través de unas fronteras insuficientesmente controladas.

El narcotráfico sacude a Argentina por estas horas. La inseguridad y la violencia asociadas a este negocio ilícito han llamado la atención de las organizaciones de la sociedad civil que observan impávidas cómo el vecino país se ha transformado, al mismo tiempo, en un puente, un consumidor y un productor de drogas duras con efectos sociales, políticos y económicos devastadores.


 El flagelo de la cocaína y otros estupefacientes como la marihuana, el crac y el denominado ‘paco’ (restos de la pasta base procesada) han puesto a Argentina al borde del escenario delictivo que México y Colombia enfrentan desde hace décadas. Los datos son incontrastables. Un informe elaborado por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), organismo vinculado a las Naciones Unidas, señala que, después de Brasil y Colombia, Argentina es el tercer puerto más importante para la embarcación de cocaína del mundo. La mayor parte de la cocaína proviene de Bolivia, Perú y Colombia, principales productores del estupefaciente.


Según la ONU, en América del Sur se fabrican entre 800 y 1.000 toneladas de cocaína al año; una gran parte se distribuye al mundo desde Argentina, país al que llega a través de sus permeables fronteras del norte, donde los controles policiales son, por decir lo menos, ridículos. Países con controles estatales débiles, corrupción extendida, sectores sociales tomados por las redes del narcotráfico y sociedades permisivas con el negocio de las drogas son parte del caldo de cultivo para la expansión de este negocio.


Las conferencias episcopales de ambos países han levantado la voz de alarma al mismo tiempo frente a este flagelo que azota a Argentina y Bolivia. Destacan los obispos católicos la complicidad de las fuerzas de seguridad, los funcionarios de la justicia y los políticos que están asociados o, al menos, hacen la vista gorda frente a las mafias que manejan el narcotráfico. Jugosas ganancias se distribuyen en los pasillos oscuros del tráfico de drogas a cambio de poner a una sociedad bajo la ley de la violencia y la destrucción de los jóvenes que terminan como consumidores de sustancias que destruyen sus cerebros, despedazan sus proyectos de vida y fragmentan sus familias de forma irremediable.


La violencia asociada al narcotráfico está tomando nuestras ciudades. Ojalá este sea uno de los temas centrales del debate electoral que se ha iniciado con penosas metidas de pata. La sociedad debe reaccionar con firmeza, de ello depende el futuro de nuestros hijos

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