La gravedad de los hechos que rodean al envío de casi una tonelada de cocaína a España no debe ocultar que resta aún por investigar la mayor parte de esta maniobra delictiva.
Los tres argentinos detenidos en Barcelona -aun considerando el diferente grado de responsabilidad que pueda corresponderle a cada uno- han cumplido, en rigor, el papel de "mulas", aunque sea en una escala importante. Sus historias individuales no los ubican como probables jefes o figuras principales de un cartel de la droga con capacidad para traficar esos volúmenes. Sus cuentas personales tampoco hubieran permitido mover los millones de dólares que demandó la logística de la operación sólo en el alquiler, garantías y seguros de los dos aviones utilizados. Las dificultades para rastrear esos fondos muestran, también, evidentes debilidades en los controles internacionales y locales.
Además, es obvio que, para que un volumen semejante de droga pueda haber sido cargado en un avión, tienen que haber ocurrido antes varios hechos de igual o mayor gravedad. En primer lugar, debería establecerse si la cocaína fue elaborada en un laboratorio clandestino ubicado en nuestro país; en ese caso, resulta alarmante en extremo la posibilidad de que esas instalaciones sigan funcionando sin inconvenientes y no hayan podido ser advertidas hasta la fecha por las fuerzas encargadas de tal tarea. Si, en cambio, fue elaborada en el exterior del país, la preocupación se traslada a la debilidad de nuestros controles fronterizos, sean éstos fluviales, marítimos, terrestres o aéreos, y a la incapacidad para impedir que elementos de semejante volumen puedan ser introducidos con tanta facilidad en nuestro territorio. Téngase en cuenta en tal sentido que así podrían haberse introducido armas, desechos tóxicos peligrosos o cualquier material que deba ser controlado.
En ambos casos, el traslado desde la frontera o el aeródromo clandestino implican que semejante cargamento debió ser embalado cuidadosamente para adecuarlo a su clandestino destino, y que fue trasladado vía terrestre por un tramo posiblemente muy extenso, pasando necesariamente controles policiales o de tránsito de todo tipo sin que nada haya obstaculizado su camino. Nos hallamos entonces ante un caso de posible comercialización, almacenamiento, ocultamiento y transporte de estupefacientes, que debe ser investigado sin demora, ya que las profundas huellas que esos delitos puedan haber dejado en el territorio nacional producen una preocupación equivalente, si no mayor, a la investigación del contrabando. Basta sólo con imaginar la cadena de complicidades, silencios y compra de voluntades -siempre presente, lamentablemente, en este tipo de casos- que debe involucrar este asunto, para justificar el mayor esfuerzo investigativo posible.
Por último, o más bien, al principio, debe considerarse la responsabilidad del gobierno kirchnerista en la debilidad de los controles. En mayo de 2003, la ahora llamada Policía de Seguridad Aeroportuaria integraba la Fuerza Aérea y tenía, por todo concepto, poco menos de 500 hombres. Hoy depende del Ministerio de Seguridad, tiene más de dos mil integrantes y un equipamiento bastante sofisticado.
Pero en el caso que nos ocupa, no resistió la prueba de la práctica. Cargar la droga en los aviones (el Hawker y el Bombardier) y sacarla por Ezeiza fue un paseo. También es conveniente recordar que durante décadas, el control de los aeropuertos y de los aspectos técnicos de la actividad aerocomercial fue ejercido por la Fuerza Aérea, que dedicaba a esa responsabilidad algo más de la mitad de su personal.
Carlos Menem privatizó la mayor parte de los aeropuertos que tenían interés comercial, pero mantuvo el control de la actividad aérea en la Fuerza Aérea. Después, Néstor Kirchner asignó esa competencia a la Administración Nacional Aerocomercial (ANAC). Es obvio que esos complejos controles pueden ser militares o civiles, incluso en algunos países han sido tercerizados o privatizados parcialmente. Lo que no se debería hacer es improvisar de un día para el otro, que fue lo que se hizo. Ni el primer titular de la ANAC, Rodolfo Gabrielli, ni quien actualmente ocupa ese cargo, Alejandro Granados, acreditaron tener la experiencia necesaria para desempeñar tan importante responsabilidad.
Pero, además, habiendo transcurrido más de 30 días de la incautación del avión y de la cocaína transportada por parte de las autoridades españolas, pocos han sido los avances y tenues las señales emanadas desde el gobierno nacional que muestren una decidida y firme acción contra el tráfico ilícito de estupefacientes y el crimen organizado. Los cambios anunciados en los protocolos de seguridad en las estaciones aéreas para mejorar los controles allí existentes son bienvenidos, pero, por cierto, insuficientes para detener el avance incesante del narcotráfico que se registra en nuestro país. En cambio, ninguna acción parece haberse tomado para reforzar los controles, desde un punto de vista de cantidad de efectivos y medios técnicos adecuados, de nuestras porosas fronteras, terrestres y fluviales. Y menos aún, ningún anuncio público referido a retomar el proceso de licitación del varias veces postergado plan de radarización del espacio aéreo argentino.
Como se sabe y está comprobado en otras latitudes, el negocio del narcotráfico produce efectos sobre la gobernabilidad democrática, deteriora la economía, debilita las instituciones y corroe las redes de la organización social. Resulta necesario, entonces, recuperar el terreno perdido a manos de las organizaciones criminales, proponiendo y llevando a cabo una estrategia eficaz que permita desarticular las diferentes fases que forman parte del negocio del narcotráfico. Esta debería ser una de las prioridades del Gobierno, y debería encararse sin demoras ni titubeos antes de que, como en México hoy y en Colombia hace unos años, sea demasiado tarde.
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