Las cárceles bolivianas están tan llenas, que de algunas han desaparecido pasillos y gradas, convertidas en celdas a las que se accede por escaleras verticales. Las cifras de esta inhumana situación hablan de un superavit de miles de presos con relación a la capacidad de los penales.
Agrupados por delitos, los más numerosos son los sentenciados, en proceso o, simplemente, acusados, en base a la Ley 1008, la dura norma que castiga el narcotráfico. Pero, entre estos miles, que se sepa, no se encuentra ningún “pez gordo”, es decir, la cabeza , el dueño, el capo de alguna organización criminal dedicada a tan infame negocio.
Los encerrados son, en su mayoría, pisacocas (campesinos que por unas monedas amasan la coca), pequeños distribuidores de pasta base o clorhidrato al por menor, camellos atrapados in fraganti, los capturados y procesados por tenencia ilícita y toda esa “sociedad” que se forma en la base de la pirámide de un tráfico organizado. Siguiendo el símil geométrico, podemos decir que está sólo eso esa base, pero el vértice no se ve por ninguna parte, por ninguna celda.
Los jefes pasean por las calles en lujosos cuatro por cuatro, alojados en hoteles de cinco estrellas, gozando de mansiones con servidumbre, en clubes nocturnos exclusivos, en viaje de compras en el extranjero; como diría el pueblo: “dándose la gran vida”.
De tanto en tanto, se llama a conferencias de prensa en la Policía destinada a la lucha antidroga, muchas veces con presencia que nada menos que del Ministro de Gobierno, para que la prensa y mediante ella los ciudadanos, se enteren del descubrimiento de una “megafábrica” de droga en algún punto, generalmente en la selva amazónica boliviana. Nos ofrecen detalles de la cantidad de droga decomisada (por lo general en miles de kilos mensuales y hasta semanales), la tecnología de punta empleada en procesar la hoja de coca para convertirla en cocaína, los vehículos todoterreno, y detenidos (cuando los hay) cuidadores o trabajadores. ¿Y los dueños?
Se entiende que la lucha contra las drogas ilícitas es ardua y que los “peces gordos” generalmente están a buen recaudo, pero también que, para tomar una fábrica de gran producción, se ha debido hacer una labor de inteligencia exhaustiva que tendría que llegar hasta los verdaderos organizadores, o jefes.
Se decomisa droga y caen presos los campesinos y desempleados reclutados en la pobreza.
Los otros, los importantes, hacen lo que hace un buen inversionista: el negocio muy rentable y riesgoso a la vez debe tener un respaldo financiero para una nueva instalación para recuperar pérdidas previstas. Y, a juzgar por el aumento de droga que circula en nuestro país y la destinada a la exportación, lo hacen.
Una verdadera lucha contra el narcotráfico queda incompleta, y causa suspicacias, cuando sólo se incauta droga y captura personas nada significativas.
Los miles de presos por la Ley 1008 se convierten, así, no como un éxito o un avance en esta guerra, sino, paradójicamente, en su fracaso. Revela, precisamente, que los hacinados en las prisiones no tienen verdadera responsabilidad (aunque sí cometieron delito) en el gran tráfico que reporta multimillonarias ganancias.
Por otro lado, la ausencia en las celdas, de los capos y cabezas de organizaciones mafiosas, contribuye a esa valoración.
La interminable polémica en Bolivia e internacional, por informes verdaderos o sesgados de organismos internacionales y Gobierno, sobre la eficiencia o no de esta lucha, puede terminar, o por lo menos reducirse, si la represión a este negocio ilícito apresa a los cabecillas. El daño social de las drogas es inconmensurable y si éstos siguen libres, pronto será indetenible.
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