Las versiones y acciones gubernamentales no resultan convincentes y ese, además de un gravísimo problema interno, afecta también a nuestros vecinos
Hace pocos días, los gobiernos de Bolivia y Colombia, representados por sus respectivos cancilleres, firmaron un convenio de cooperación para combatir el narcotráfico. Lo hicieron dando por entendido que entre ambos hay muchas coincidencias en la materia, pues, además de Perú, son los tres que están más involucrados a lo largo de toda la cadena productiva que va desde los cultivos de coca, pasando por la elaboración y comercialización de cocaína, hasta el lavado del dinero obtenido a través de su inyección en la economía legal.
A lo anterior se suma el temor que provoca la posibilidad de que lo sufrido por Colombia durante las últimas décadas y ahora por México y toda Centroamérica por culpa del desbordado poder de los cárteles de narcotraficantes se reproduzca a escala mucho mayor en un futuro no lejano en el continente sudamericano, lo que ocasiona presiones cada vez más fuertes de los países de la región, y muy especialmente de Brasil y Chile.
La suscripción del convenio bilateral con Colombia, que se suma al suscrito hace poco tiempo con Brasil con el mismo propósito, daría a entender que las gestiones diplomáticas de los últimos años habrían culminado exitosamente al llegar al punto de entendimiento indispensable para la ejecución de políticas comunes.
Tal suposición, sin embargo, parece pecar de optimista y muy precipitada, pues aun antes de que terminara de secarse la tinta con que se firmó el acuerdo bilateral ya comenzaron a proliferar las declaraciones oficiales y oficiosas descalificándolo, restando importancia al problema del narcotráfico y dando a entender que para el Gobierno boliviano no hay nada importante de qué preocuparse en esa materia, puesto que en nuestro país habría sólo uno que otro caso aislado y que el Estado tendría el problema bajo control.
Paradójicamente, y de manera casi simultánea, lo que dio a los hechos el aspecto de un espectáculo mediático más que de una práctica cotidiana, se desarrollaron en diversos puntos del territorio nacional sendos operativos en los que, según los informes oficiales, se erradicaron cientos de hectáreas de cultivos ilegales de coca, se desbarataron decenas de fábricas de cocaína, se desarticularon otras tantas redes de comercializadores de droga, se confiscaron bienes por valor de cientos de millones de dólares, entre otros datos expuestos para exhibir una eficiencia que, según autoridades gubernamentales, superaría con mucho la de otros países.
Sin embargo —lo que constituye toda una paradoja—, las mismas autoridades se empeñan en insistir que tan descomunal aparato productivo, comercial y económico, capaz no sólo de manejar tan enorme negocio y evitar que sus operadores puedan ser detenidos, juzgados y encarcelados, no sería obra de grandes organizaciones —los llamados cárteles—, sino sólo de insignificantes iniciativas individuales.
Más allá de los detalles, lo que es evidente es que las versiones y contradicciones gubernamentales atentan en contra de su verosimilitud y ese, además de un gravísimo problema interno, puede tener serias consecuencias en nuestras relaciones con el mundo exterior.
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