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martes, 9 de noviembre de 2010

un país no puede en solitario destruir las mafias del narcotráfico que se ha convertido en la peor maldición para los pueblos

Es una maldición: entre el 1º de enero y el 3 de este mes han muerto 10.035 personas en México como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico. La emprendió a finales de 2006 el presidente Felipe Calderón. Las pavorosas cifras, suministradas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), no dejan lugar a ninguna duda sobre la magnitud de la tragedia. Fueron divulgadas el mismo día que las autoridades descubrieron en Tijuana, ciudad caótica y fronteriza con los Estados Unidos, un túnel de 600 metros de longitud, iluminado, ventilado y con un sistema de raíles, por el cual la droga era transportada de un país al otro.

Ese día, mientras California rechazaba en un referéndum el uso de la marihuana con fines recreativos en coincidencia con las elecciones de medio término de los Estados Unidos, eran halladas 25 toneladas en el mentado "narcotúnel", y en Acapulco no salían de su asombro por el hallazgo macabro de 18 cadáveres de turistas mexicanos que habían sido secuestrados el 30 de septiembre.

Parecía una broma de mal gusto para el gobierno mexicano, empeñado en combatir el flagelo, que del otro lado de la frontera se pensara en legalizar aún más el consumo de marihuana, autorizada en California para aliviar el dolor de los enfermos terminales. En un solo año, el actual, murió en México más gente por la guerra contra el narcotráfico que durante el sexenio completo del presidente anterior, Vicente Fox, entre 2000 y 2006.

Cada día, la guerra contra los carteles de la droga transmite a los mexicanos mensajes luctuosos de ejecuciones de sus propios miembros: 5207 en 2008, 6587 en 2009 y unos 11.800 en 2010.

Dos semanas antes del descubrimiento del "narcotúnel", en Tijuana se decomisaron 134 toneladas de marihuana. Era el mayor hallazgo de esa droga en la historia de México. Lo sorprendente es que los dos detenidos eran una pareja perfecta para ese tipo de operación ilegal: marido norteamericano y esposa mexicana. Eso resume, en cierto modo, el modus operandi de los carteles. Se valen de contactos a ambos lados de la frontera con la insoslayable complicidad de las autoridades migratorias. Sería imposible, de otro modo, que se construyera un pasadizo debajo de los pies de las autoridades migratorias. Otro de similares características había sido descubierto en 2006.

Es poca la repercusión que tiene este luctuoso momento de un país amigo como México en los gobiernos de la región, en ocasiones más concentrados en sí mismos que en un flagelo que jamás respetó fronteras y que, de un momento a otro, podría exportar esa guerra hacia nuestros propios confines. Deberían saber los barones de la droga que no son combatidos por uno o dos países solos, México y Colombia, sino por la región en su conjunto, apesadumbrada por una ola de violencia inusual. La delincuencia común muchas veces es consecuencia de la avidez por obtener dinero para obtener drogas de distinto precio y tenor.

En América latina ha habido últimamente furiosos y plausibles llamados contra las rupturas institucionales, como ha ocurrido en Ecuador y Honduras, y de solidaridad con las víctimas de tragedias, como ha ocurrido en Haití y Chile, pero esa respuesta implacable no condice con la falta de movilización contra un arma silenciosa, la droga, que va apoderándose poco a poco del entramado social hasta desintegrarlo.

Debería haber un llamado preventivo y, más allá del eterno dilema entre consumidores y productores, un compromiso de todos. Colombia ha demostrado que un país solo no puede contra redes, cada vez más diversificadas y pequeñas, que operan hasta en las entrañas de la Tierra.

Otra discusión es la legalización de la droga como método de prevención. En estas circunstancias, con saldos luctuosos capaces de poner en juego la democracia y colocar a un país como México en la nefasta lista de Estados fallidos, merece atención la otra prioridad: hacerles saber a los criminales que no son bienvenidos y que corren más riesgos que antes de ser capturados y sometidos a juicio. Toda guerra puede descarrilar en excesos que luego se traducen en terrorismo de Estado. Nadie desea eso para México ni para los mexicanos, expuestos como nunca a una situación crítica de pronóstico reservado y desenlace atroz.

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