Estamos ante una lacra que se expande a un ritmo que supera el seis por ciento anual
Según la última versión del informe que anualmente presenta la Oficina de la Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), la extensión de los cultivos de coca en nuestro país se ha incrementado en un 6 por ciento durante el último año, cifra que podría ser aún mayor si se considera que el cálculo finalizó en septiembre del año pasado.
El dato en sí mismo no es novedoso, pues es por todos conocida la tendencia al permanente incremento de los cultivos de hoja de coca en territorio nacional, la que no hizo más que acentuarse desde que el instrumento político creado por los productores de coca se hizo cargo de la conducción del país.
No por conocido, sin embargo, el dato deja de ser alarmante. Es que como las mismas organizaciones de productores de coca lo reconocen, más del 60 por ciento de la extensión actual corresponde a cultivos ilegales, cultivos cuyo producto no está destinado al consumo tradicional de la hoja de coca. Eso significa, simple y llanamente, que es una producción que se destina a la creciente producción de cocaína.
Ese dato, que tampoco puede sorprender a nadie, adquiere sin embargo especial significación si se lo ve a la luz de una gran cantidad de noticias que casi diariamente revelan las características, esas sí novedosas, que durante los últimos tiempos ha adquirido la transformación de coca en pasta base de cocaína. Es que si algo se ha “democratizado” en el “nuevo Estado Plurinacional de Bolivia”, es la elaboración de droga.
La “hoja sagrada”, ahora amparada por la nueva Constitución Política del Estado, en su condición de materia prima de la cocaína, ha salido de las selvas del subtrópico cochabambino para ser procesada en modernas fábricas que ya no requieren de las viejas pozas de maceración, y por lo tanto pueden ser instaladas en cualquier lugar. Gracias a la asimilación de nuevas tecnologías, el circuito coca – cocaína ha adquirido una nueva dimensión que va más allá de los datos cuantitativos.
Los efectos nocivos de tal fenómeno son por demás evidentes. No sólo porque ya no son sólo los hijos de los cocaleros los que están sometidos a los riesgos del fácil dinero mal habido, lo que los hace fácil presa de los vicios que ligados al submundo de las drogas. Los ríos y los terrenos antes dedicados al cultivo están siendo también contaminados a una escala nunca antes vista.
Más allá de las frías cifras, estamos ante una lacra que está expandiéndose a un ritmo que supera el seis por ciento anual que indican las estadísticas. Una calamidad que está destrozando las bases de la estructura económica y social de gruesos sectores de la población que hasta ahora se mantuvieron fuera del alcance de tan maligno fenómeno. Una expansión que se produce bajo la aureola de la “hoja sagrada” y las “milenarias tradiciones”.
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