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sábado, 2 de febrero de 2013

Los Tiempos destaca que por acción de los cocaleros se ejercite control sobre las plantaciones, aunque condena que se siempre en áreas prohibidas y coca destinada a la cocaína


La estrategia gubernamental para afrontar el problema de las drogas tiene aspectos positivos. Pero no tiene sentido ocultar los negativos
Hace algunos días, de manera casi simultánea, el Gobierno nacional fue protagonista de dos actos a los que dio especial resonancia publicitaria. Por una parte, celebró sin escatimar recursos la readmisión de Bolivia en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 de la ONU, con su reserva sobre la penalización del masticado de coca. Por otra, en un acto que no contó con la asistencia masiva del primero, pero que tuvo similar resonancia, se procedió a inaugurar las tareas de erradicación de coca ilegal de la gestión 2013.
En ambas oportunidades, el Presidente del Estado Plurinacional pronunció sendos discursos cuyo argumento central tenía como elemento común la valoración positiva del “modelo boliviano” de lucha antidroga, cuyas dos más meritorias características serían, según las palabras presidenciales, la relativamente alta cantidad de hectáreas de cocales erradicados, en relación a tiempos anteriores y a los resultados obtenidos por Perú y Colombia y, lo más importante, que tan buenos resultados habrían sido conseguidos sin que la violencia sea un elemento inseparable de las campañas de erradicación, como en otros tiempos.
En líneas generales, es innegable que mucho de verdad tiene la evaluación presidencial. No es menos cierto, sin embargo, y sin desmerecer los aspectos positivos de la política oficial sobre el control de los cultivos de coca, que hay también aspectos de la misma que no pueden ser pasados por alto sin incurrir en una irresponsabilidad cuyas consecuencias negativas no podrán ser a la larga eludidas.
La primera de ellas, la más importante, es la que se refiere a la otra cara de la disminución de las superficies de coca. Y es que como lo han revelado numerosos estudios especializados sobre el tema, mientras en unas zonas se reduce a un buen ritmo, en otras ocurre lo contrario. Con la agravante de que las nuevas áreas que están siendo habilitadas para la plantación de cocales están ubicadas, en gran parte de los casos, en áreas protegidas por su enorme valor ecológico y su fragilidad.
Tan cuestionable como lo anterior es que las zonas donde se concentran los esfuerzos de las brigadas erradicadoras de cocales sean, paradójicamente, las únicas verdaderamente tradicionales, como son los Yungas de La Paz y Cochabamba. Como es bien sabido, es ahí, y no en el Chapare, donde desde hace muchos siglos se produce la hoja de coca destinada al mercado tradicional legal, por ser de calidad muy superior. La coca del Chapare y de las nuevas zonas de cultivo, en cambio, es tan amarga y tan contaminada por el uso indiscriminado de agroquímicos que ni los mismos productores aceptan consumirla.
Esas facetas negativas del problema son seguramente las que explican la tenacidad con que las autoridades gubernamentales se niegan a publicar los resultados del estudio integral sobre la hoja de coca hecho con financiamiento de la Unión Europea. Sin embargo, tal compromiso no podrá ser indefinidamente eludido sin correr el riesgo de que los aspectos positivos del “modelo boliviano de lucha contras las drogas” terminen opacados por los que aparentemente se intenta negar.

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