Bolivia es el primer país que decide apartarse de la Convención de Viena sobre Estupefacientes desde que este mecanismo fue creado por la ONU en 1961. En honor a la verdad, Bolivia nunca se sintió plenamente cómodo en la Convención. Desde sus inicios, los diferentes gobiernos de turno pusieron reparos, porque consideraban exagerada la intención de prohibir plenamente la práctica del acullico en el país. Pero luego de varios intentos por introducir modificaciones en este aspecto, el régimen de Hugo Banzer decidió fijar su adhesión en 1976, tras intensas presiones de Estados Unidos, que envió a nada menos que al legendario secretario de Estado, Henry Kissinger, a Santa Cruz para hablar cara a cara del asunto con presidente de facto. Justo en esa época, tal como sucede hoy, Bolivia vivía un fuerte auge del narcotráfico.
Pese a que Bolivia no es el único país donde existe el masticado de la coca, su pelea ha sido solitaria. Ni siquiera Perú se resistió a firmar y menos Argentina, donde el acullico es tolerado como costumbre marginal en las provincias del norte. De todos los planteos que hizo Bolivia a la comunidad internacional sobre la hoja de coca, este es el menos justificado. Evo Morales ha decidido intensificar su lucha por la despenalización de la “hoja sagrada”, justo cuando el mundo entero es testigo de las consecuencias que ha traído para el país y para el continente, la puesta en marcha de una política cocalera abierta y sin restricciones.
Bolivia se aparta de la Convención de Viena, precisamente después de que se comprueba de que algunos sectores del Gobierno y la Policía están altamente implicados con el narcotráfico; cuando el desborde de los cultivos de coca es sinónimo de la explosión de la fabricación de cocaína, producto que ha estado invadiendo como nunca el continente sudamericano, especialmente Brasil y Argentina. Defender la coca a estas alturas es casi igual que sacar pecho por los cárteles de la droga mexicanos y colombianos que han trasladado sus actividades al territorio boliviano para beneficiarse de la coca abundante y accesible.
La actitud del Gobierno de Evo Morales suena a osadía, justo cuando el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) mantiene al país en una suerte de cuarentena antes de tomar decisiones drásticas sobre el problema del lavado de dinero que, según los últimos informes, ha crecido de manera alarmante en Bolivia. Todos los argumentos culturales, medicinales y otros que hablan sobre la supuesta “inocencia” de la coca, quedan huecos ante la lacerante realidad de miles de ciudadanos bolivianos que han caído en las redes del consumo de drogas y de otros miles que están detenidos en las cárceles de Chile, Argentina y Brasil.
La inseguridad ciudadana, el problema del contrabando de vehículos, el robo de autos que son cambiados por cocaína en la frontera, todos esos son fenómenos que ha parido el rebalse de la coca y la consiguiente protección que ejerce el Gobierno cocalero hacia los cultivos ilegales. Cómo pretender sobre la base de esta indiscutible realidad, que las Naciones Unidas, cuya preocupación por el narcotráfico en Bolivia es evidente, va a avalar de manera tan flagrante una actitud como la boliviana, equiparable al hipotético pedido de naciones asiáticas por despenalizar el cultivo de amapola. A nadie se le había ocurrido eso. Nadie hasta ahora, había optado por declarase voluntariamente “Estado forajido”.
Pese a que Bolivia no es el único país donde existe el masticado de la coca, su pelea ha sido solitaria. Ni siquiera Perú se resistió a firmar y menos Argentina, donde el acullico es tolerado como costumbre marginal en las provincias del norte. De todos los planteos que hizo Bolivia a la comunidad internacional sobre la hoja de coca, este es el menos justificado. Evo Morales ha decidido intensificar su lucha por la despenalización de la “hoja sagrada”, justo cuando el mundo entero es testigo de las consecuencias que ha traído para el país y para el continente, la puesta en marcha de una política cocalera abierta y sin restricciones.
Bolivia se aparta de la Convención de Viena, precisamente después de que se comprueba de que algunos sectores del Gobierno y la Policía están altamente implicados con el narcotráfico; cuando el desborde de los cultivos de coca es sinónimo de la explosión de la fabricación de cocaína, producto que ha estado invadiendo como nunca el continente sudamericano, especialmente Brasil y Argentina. Defender la coca a estas alturas es casi igual que sacar pecho por los cárteles de la droga mexicanos y colombianos que han trasladado sus actividades al territorio boliviano para beneficiarse de la coca abundante y accesible.
La actitud del Gobierno de Evo Morales suena a osadía, justo cuando el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) mantiene al país en una suerte de cuarentena antes de tomar decisiones drásticas sobre el problema del lavado de dinero que, según los últimos informes, ha crecido de manera alarmante en Bolivia. Todos los argumentos culturales, medicinales y otros que hablan sobre la supuesta “inocencia” de la coca, quedan huecos ante la lacerante realidad de miles de ciudadanos bolivianos que han caído en las redes del consumo de drogas y de otros miles que están detenidos en las cárceles de Chile, Argentina y Brasil.
La inseguridad ciudadana, el problema del contrabando de vehículos, el robo de autos que son cambiados por cocaína en la frontera, todos esos son fenómenos que ha parido el rebalse de la coca y la consiguiente protección que ejerce el Gobierno cocalero hacia los cultivos ilegales. Cómo pretender sobre la base de esta indiscutible realidad, que las Naciones Unidas, cuya preocupación por el narcotráfico en Bolivia es evidente, va a avalar de manera tan flagrante una actitud como la boliviana, equiparable al hipotético pedido de naciones asiáticas por despenalizar el cultivo de amapola. A nadie se le había ocurrido eso. Nadie hasta ahora, había optado por declarase voluntariamente “Estado forajido”.
Evo Morales ha decidido intensificar su lucha por la despenalización de la hoja de coca, justo cuando el mundo entero es testigo de las consecuencias que ha traído para el país y para el continente, la puesta en marcha de una política cocalera abierta y sin restricciones.
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