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lunes, 10 de marzo de 2008

Thierry Meysam celebrado autor francés escribe:

Sobre la Continuidad del Poder en los Estados Unidos. Artículo que vamos a presentar en varias partes, tomando en cuenta su extensión. Aquí va la tercera tomada de Voltairenet.
(incluímos aquí la tercera entrega del artículo de Meysam con una visión histórica única:

Presidentes norteamericanos de los últimos tiempos. "El poder ante todo"
Más tarde, Kennedy impuso la Presidential Transition Act para que los siguientes presidentes pudieran seguir sus pasos teniendo a su disposición un financiamiento federal con el que pagar a los miembros de sus grupos de trabajo.
Kennedy desafió a la URSS ante el muro de Berlín, desplegó misiles en Turquía y logró disuadir a los soviéticos de instalar los suyos en Cuba como respuesta. También emprendió los grandes programas espaciales. Pero no tardó en revisar sus compromisos con intenciones de reducirlos. Es verdad que autorizó la invasión contra Cuba, pero rectificó después del fiasco de Bahía de Cochinos. También es cierto que metió las manos en Vietnam, pero rápidamente empezó a tratar de buscar cómo preparar la retirada.
Apoyándose en la legitimidad que le otorgaba un amplio apoyo popular, entró en conflicto con su estado mayor y ordenó investigaciones sobre las actividades políticas de varios generales. En definitiva, acabó siendo asesinado para favorecer a su vicepresidente, Lyndon B. Johnson –cuya ceremonia de toma de juramento había sido preparada justo antes de que Kennedy fuese abatido–, quien aprobó sin demora la escalada de Vietnam y nombró además a Clifford Clark como ministro de Defensa para realizar esa sucia tarea.
La impopularidad de Johnson hacía imposible su reelección, así que este renunció a tratar de obtener la candidatura. Como el partido demócrata estaba en manos de pacifistas que se oponían a los horrores de la guerra de Vietnam, los halcones necesitaban un cambio de partido para mantenerse en el poder y continuar su propia política. Eligieron, con toda lógica, al ex vicepresidente Richard Nixon, un oportunista que ya conocía todos sus secretos.
Cuando los dos candidatos más importantes ya habían recibido la investidura de sus respectivos partidos, Johnson se reunió con ellos para ponerse de acuerdo sobre los detalles de la transición. Se trata solamente de un espectáculo puramente formal, pero que permitió que el demócrata Johnson se pusiera en contacto con el candidato republicano antes de que este fuera electo.
Aprovechando la existencia de la Presidential Transition Act, el republicano Nixon siguió los pasos del demócrata Kennedy creando así 30 grupos de trabajo para definir su futura política en estrecho contacto con el «Estado profundo».
Nixon aplicó una política de distensión hacia la URSS y negoció los acuerdos de limitación de la carrera armamentista respetando los intereses del complejo militaro-industrial, o sea suprimiendo ciertas armas para favorecer las más sofisticadas. Por iniciativa de su consejero Henry Kissinger, estableció una sorprendente alianza con la China comunista para aislar a Moscú. Sin embargo, renunció a tratar de vencer en Vietnam, cosa que el «aparato securitario de Estado» le hizo pagar muy caro al organizar contra él un proceso de destitución como consecuencia del escándalo del Watergate. Durante meses, el número 2 del FBI, Mark Felt (alias «Deep Throat»), destiló personalmente informaciones devastadoras al Washington Post.
Acorralado, Nixon preparó en secreto su renuncia y sólo le avisó a Gerald Ford con un día de antelación. Ambos hicieron un trato: Ford ocuparía la Oficina Oval a cambio del perdón para Nixon y de la suspensión de toda acción judicial contra este último. Ford aceptó. Previendo aquella posibilidad, Ford ya había conformado un pequeño equipo de trabajo, pero este fue disuelto inmediatamente. Un miembro importante del «aparato securitario de Estado», el embajador de Estados Unidos ante la OTAN, Donald Rumsfeld (adversario de Kissinger), fue llamado urgentemente a Washington para que se encargara de la transición.
Rumsfeld ayudó a conformar el nuevo equipo –una combinación de ex colaboradores de Nixon y de caras nuevas. El asunto era más complicado de lo que parecía ya que se trataba de penalizar la política que había llevado a la pérdida de Vietnam, representada por Kissinger, salvaguardando a la vez la influencia de la industria armamentista, también representada por el propio Kissinger (que había sido secretario general del American Security Council, la principal organización del complejo militaro-industrial en aquella época). Ford designó a Nelson Rockefeller como nuevo vicepresidente. Este último no sólo era el heredero de la más importante dinastía industrial del país. También había sido el jefe de operaciones secretas del «aparato securitario de Estado» durante la presidencia de Eisenhower.

La guerra fría mantiene la democracia entre paréntesis
Harry Truman (presidente de Estados Unidos desde 1945 hasta 1953) modificó profundamente la naturaleza del Estado federal al crear en su seno el «aparato securitario de Estado», un tríptico conformado con el Consejo de Jefes de Estado Mayor (JCS), la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC). Estos organismos, que nada tienen de transparentes, disponen de poderes exorbitantes, solamente comparables a los establecidos para tiempos de guerra. Y es que su misión consiste precisamente en mantener el estado de movilización de la Segunda Guerra Mundial, sin mantener por ello a la sociedad civil bajo presión, como medio de librar una nueva forma de guerra contra la Unión Soviética: la guerra fría.
Para «contener» la influencia soviética, Truman organizó el puente aéreo hacia Berlín, estableció la alianza atlántica (OTAN) y declaró la guerra de Corea. Extendió además el «Estado profundo» estadounidense al interior mismo de los Estados aliados, mediante la creación de las redes stay-behind y la integración de las mismas al seno de la CIA [1].
El «aparato securitario de Estado» consideraba que el mejor sucesor de Truman sería el general Dwight Eisenhower, que había sido comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y había ocupado posteriormente ese mismo cargo en el seno de la OTAN. Era el hombre idóneo para continuar la guerra de Corea hasta la victoria. La opinión pública lo adulaba y lo consideraba un héroe, aunque nunca había combatido personalmente, ni siquiera había estado cerca de la línea del frente.
Como Eisenhower no era un político, ni tenía vínculos con ninguna organización política, los dos partidos trataron de atraerlo. Truman le pedió, en vano, que se uniera a los demócratas. Finalmente, Eisenhower se decidió por la candidatura republicana. Con ese partido llegó a un acuerdo que estipulaba que gozaría como presidente de libertad de acción para aplicar una política exterior antisoviética y emplearse «a fondo» en Corea, hasta la victoria. En pago, Eisenhower se comprometía a aplicar una política interna y económica de corte conservador. Escogió como compañero de candidatura al senador Richard Nixon (cuya hija se casaría en poco tiempo con el nieto de Eisenhower), que se había dado a conocer como uno de los promotores de las «cacerías de brujas» contra los comunistas.
Al resultar electo Dwight Eisenhower, Truman se puso en contacto con él para presentarle el dispositivo de seguridad nacional dado que, aunque la existencia del mismo era pública, su funcionamiento era secreto.
Eisenhower elaboró la doctrina de defensa que lleva su nombre, en virtud de la cual Estados Unidos no vacilará en utilizar la fuerza, en cualquier lugar del mundo, donde la influencia comunista amenace los intereses occidentales. Agregó además, al sistema de seguridad nacional, el principio de continuidad del gobierno. Designó, mediante un decreto secreto, un gobierno alternativo compuesto simultáneamente de militares y de industriales escogidos entre sus propios amigos, que se encargaría de tomar el mando en caso de que las instituciones desapareciesen como consecuencia de un ataque nuclear soviético.
O sea, paralelamente al procedimiento constitucional en lo tocante al vacío del poder, existe desde hace 50 años un segundo procedimiento –de carácter militaro-industrial– que puede ponerse en marcha en caso de hecatombe nuclear. En el primer caso, el vicepresidente reemplaza al presidente, de ser necesario lo reemplaza el presidente pro tempore del Senado, o el presidente de la Cámara de Representantes. En el segundo caso, los políticos electos por el pueblo se ven excluidos por un gobierno fantasmo –cuya composición es, además, secreta– que sale bruscamente de las penumbras, aunque no dispone de legitimidad electoral alguna.
Sin embargo, el «aparato securitario de Estado» le reprochó a Eisenhower no haber hecho lo suficiente, sobre todo en materia de misiles, y se negó a apoyar al vicepresidente Nixon como su sucesor. Inquieto por las consecuencias que el creciente poder del complejo militaro-industrial podía tener para la democracia, Eisenhower lanzó un aviso a sus conciudadanos en su discurso de adiós, que ya citamos anteriormente. El lobby de la guerra volvió entonces su mirada hacia el partido demócrata.
Fue de esa manera cómo John F. Kennedy obtuvo el apoyo de los industriales del armamento. Para congraciarse con ellos centró su campaña electoral en la denuncia de una supuesta ventaja de los soviéticos en materia de misiles y en la necesidad de eliminar ese abismo («missile gap»). Además, designó como su compañero de fórmula al belicoso líder del grupo parlamentario demócrata, Lyndon Johnson. Directamente vinculado al complejo militaro-industrial, durante su campaña electoral tomó la iniciativa de crear grupos de trabajo para hacer un balance de la situación y preparar sus primeras decisiones en caso de resultar electo.
Kennedy puso a la cabeza de los dos grupos de trabajo más importantes a quienes habían sido sus dos principales rivales por la investidura demócrata, neutralizando así el rencor de ambos al tiempo que explotaba sus habilidades. Creó hasta 29 grupos temáticos, cuyos miembros eran todos voluntarios no remunerados. Después de su elección, Kennedy designó al abogado Clark Clifford para coordinar el traspaso de poderes con Eisenhower, y luego nombró por lo menos a un miembro de cada grupo de trabajo para formar parte de su gabinete. No fue por sus cualidades como abogado y negociador que la elección recayó sobre Clifford sino por tratarse de un halcón, que además era un representante del «Estado profundo». Clifford había participado junto a Truman en la creación del «aparato securitario de Estado» y Eisenhower lo había nombrado ministro fantasma en el seno del gobierno militar de repuesto.
Más tarde, Kennedy impuso la Presidential Transition Act para que los siguientes presidentes pudieran seguir sus pasos teniendo a su disposición un financiamiento federal con el que pagar a los miembros de sus grupos de trabajo.

Durante los últimos 60 años, Estados Unidos se dotó de lo que se ha dado en llamar «aparato securitario de Estado». Este se conformó como un Estado detrás del Estado, encargado de dirigir desde la sombra la guerra fría contra la URSS y, más, tarde de ocupar el espacio que dejara vacante el desmantelamiento de la Unión Soviética y de dirigir la guerra contra el terrorismo. Dispone de un gobierno militar fantasma designado para reemplazar el gobierno civil, en caso de que este último quedase decapitado durante un ataque nuclear.

En su célebre discurso de adiós, el 17 de enero de 1961, el presidente Eisenhower declaró: «En los consejos de gobierno, tenemos que tener cuidado con la adquisición de una influencia ilegítima, deseada o no, por parte del complejo militaro-industrial. Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos».

Este aviso resultó sin embargo insuficiente. La lógica del «aparato securitario de Estado» ahogó poco a poco la de las instituciones que ese mismo aparato debía proteger. El complejo militaro-industrial utilizó su poder para modificar las instituciones civiles según su propia conveniencia, en vez de ponerse al servicio de estas. En definitiva, el lobby de la guerra falseó el proceso electoral y logró decidir, en cada elección presidencial, quién sería el ocupante de la Casa Blanca.

Desde hace 60 años, sin excepción alguna, el presidente es siempre el candidato que se compromete a concretar las exigencias del «aparato securitario de Estado» y que obtiene el apoyo financiero masivo de las firmas que tienen contratos con el Pentágono. Claro está, después tomar posesión de la Oficina Oval, el elegido trata siempre de deshacerse de sus padrinos y de acercarse a los verdaderos intereses de su pueblo. Tendrá entonces que ser capaz de darse cuenta del margen de maniobra del que dispone, con la posibilidad de que lo eliminen, política o incluso físicamente. Finalmente, el riesgo de que un presidente que se aparte del «Estado profundo» logre a pesar de ello mantenerse en el poder estará siempre limitado por la regla, impuesta durante la misma época, que limita el ejercicio de la función presidencial a dos mandatos consecutivos.

En esas condiciones –como veremos más adelante– la alternancia entre demócratas y republicanos no proporciona a los ciudadanos estadounidenses un medio de cambiar la política, sino que constituye para el «aparato securitario de Estado» la posibilidad de mantener la misma política más allá de la impopularidad del presidente ya “desgastado”. Se trata de la aplicación del principio que Giuseppe Tomasi di Lampedusa atribuye al Gatopardo: «Todo tiene que cambiar, para que nada cambie y para que podamos seguir siendo los amos».

A veces el «Estado profundo» sale a la superficie y deja entrever su poderío. Eso sucede ocasionalmente durante el período de transición presidencial. Se produce entonces un semivacío del poder, durante la fase en que el presidente saliente sigue a cargo de los asuntos pendientes, mientras que el presidente electo se prepara para asumir el mando.

En el siglo XVIII, se explicaba que ese período de transición de 11 semanas era el tiempo necesario para hacer un balance de los resultados y conformar un equipo, debido al gran tamaño del país y la lentitud de las comunicaciones. La primera transición se desarrolló en 1797, cuando John Adams fue electo como sucesor de George Washington. Durante siglo y medio, no existió ningún tipo de procedimiento para regular ese período ya que los dos presidentes (el presidente saliente y el que lo reemplaza) no tenían ninguna razón que los obligara a colaborar entre sí. Hoy en día la cosa es muy distinta ya que el «aparato securitario de Estado» aprovecha ese período para poner al nuevo ocupante de la Casa Blanca al corriente de lo que debe saber sobre «Estado profundo». Para comprender el sistema, volvamos a la historia de esas transiciones.

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