Cuando la coca excedentaria es la base de un modelo económico emergente y sus clases intermediarias han asumido el poder, la consecuencia lógica es que el narcotráfico se convierta en política de Estado.
Decirlo sin vueltas y sin rodeo – estimo – es la última chance de exponer la negación hipócrita en la que han decidido cohabitar la sociedad civil y las élites políticas bolivianas, respecto al problema de la coca y el “cuarto ciclo” de acumulación del capital en Bolivia.
El narcotráfico se maneja desde el gobierno boliviano. Esa es una realidad a la que nos convoca a someternos la evidencia empírica cotidiana del sentido común y de la que nos evade una fuerza igual o aún más poderosa: la negación.
Cuando la economía de un país empieza a pivotar sobre la explotación de una materia prima estratégica de gran demanda internacional, hablamos de un modelo económico emergente que exige participación y regulación del Estado.
Cuando su industrialización y comercialización queda en control de pequeñas corporaciones y micro empresarios, y su ciclo económico tiene efectos multiplicadores con incidencia directa en la microeconomía, hablamos de un nuevo ciclo de acumulación del capital, con plena legitimidad social.
Cuando estos grupos agentes del modelo económico emergente alcanzan la madurez organizativa y financiera para buscar con éxito el poder político, la legitimidad social del modelo empieza a imponer su propia lógica de racionalidad “legal”.
Y cuando un estado toma la decisión de asumir control del mercado de una materia prima estratégica; de un sector productivo creciente y con legitimidad social, más allá de sus connotaciones “legales”, hablamos de asumir la implementación de un nuevo modelo de economía como política de Estado.
Evo Morales no llevó el narcotráfico a Palacio, ese dudoso honor lo tuvieron otros antes. Él lo ha asumido como política de Estado y su régimen es la expresión de la toma del poder de esas nuevas secciones económicas y los grupos transnacionales que promueven la economía de la coca, de una política de estado a un nuevo orden económico mundial.
Es hora de dejar de explicarnos la singular “bonanza” microeconómica con el mito del cuerno de la abundancia; de dejar las tramas novelescas para explicar la epidemia de dignatarios implicados en narcotráfico.
Suficiente del absurdo de la conspiración de ministros, generales y eunucos infiltrados por el Imperio, a espaldas del virtuoso e ingenuo Puyi andino.
El cacique de la principal confederación de productores de coca, sin destino legal, gobierna hace diez años Bolivia. Y más allá de la “posición oficial” de su gobierno sobre “combatir” el narcotráfico, en los hechos se deshizo de la DEA, amplió la frontera agrícola de la coca y “despenalizó” el incremento de cultivos de coca excedentaria, mientras su estrategia de incautaciones y secuestros de droga sugiere una lucha contra el contrabando y la competencia, antes que contra el narcotráfico en sí.
Reconducción diplomática, decisiones ejecutivas de incentivo a la producción, control de fronteras, regulación y gestión del comercio exterior. ¿No es eso desarrollar una política de Estado? Y en ese contexto, que sus ministros, su “zar” antidrogas, su director “anticorrupción”, su comandante de la Policía y su sacerdote de cabecera sean eventualmente señalados por la prensa o capturados por otro gobierno en el ejercicio de esa política, es parte del costo de la lucha de este y varios otros gobiernos por consolidar un modelo económico emergente.
Digámoslo sin careta de una vez, lo que la izquierda lo debate entre susurros hace décadas: la coca es el eje de un nuevo ciclo de acumulación del capital. Y si algo persiguen los agentes políticos de este modelo, es imponer un nuevo orden económico mundial.
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