Entre soslayar el problema atribuyéndolo a supuestos afanes conspirativos o afrontarlo con la seriedad que merece es de esperar lo segundo
Una serie de notas periodísticas publicadas durante los últimos días han llamado una vez más la atención sobre el ritmo exponencial al que se está extendiendo en nuestro país el problema del narcotráfico. En esta oportunidad se lo ha hecho a través de una serie de reportajes que informan que en el Valle de Sajta, y de manera muy especial en los predios que en el trópico cochabambino tiene la Universidad Mayor de San Simón abundan las fábricas de droga.
Los datos que respaldan tales informaciones son por demás contundentes. Son el fiel reflejo de una realidad que por lo enorme y evidente que es de ningún modo puede ser soslayada. Menos aún en este caso, pues están sólidamente respaldados por informes de los fiscales del área, así como de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (Felcn) y la Unidad Móvil de Patrullaje Rural (Umopar), instancias estatales que están libres de toda sospecha sobre algún afán malintencionado de sobredimensionar el problema.
La alarma que tales datos provocan es por supuesto enorme, pero lo es mucho más si se considera que no representan un cuadro excepcional, sino sólo una fracción de un fenómeno que con características y magnitudes similares se está reproduciendo a lo largo y ancho del territorio nacional y ni qué decir internacional.
Ante ese cuadro, entre las fuerzas gubernamentales suelen reaccionar de dos maneras muy distintas. La una, que tiende a minimizar el problema con el argumento de que siempre fue así, que en otros países es peor o que son exageraciones difundidas por la oposición o “el imperialismo”. La otra, la más sensata, es la que con honestidad y valentía asume la magnitud del problema, lo reconoce como tal y busca la mejor manera de afrontarlo.
Con motivo de las informaciones que comentamos, las relativas al Valle de Sajta en ambas formas de reaccionar ante el problema se han manifestado con toda claridad.
Por una parte, el viceministro de Defensa Social, Felipe Cáceres, ha reconocido que, pese a sus muchos esfuerzos, el Estado no puede controlar extensas regiones del país donde el narcotráfico opera y que el Valle de Sajta, con sus 7.000 hectáreas, sería precisamente una de cinco regiones sustraídas por el narcotráfico al control estatal.
Muy diferente ha sido la reacción del gobernador de Cochabamba, Edmundo Novillo, quien ha optado por el recurso de minimizar el problema y atribuirlo a “intereses de carácter político que buscan magnificar lo que pasa para desprestigiar al país”.
Es probable que en verdad, como dice el Gobernador cochabambino, haya quienes se solazan ante este tipo de informaciones creyendo que pueden plasmarse en algún rédito político, lo que denotaría una mala fe y una irresponsabilidad mayúscula pues ante un problema tan grave como éste no puede haber cabida para cálculos mezquinos. Por eso mismo, tan repudiable como eso, sería que se pretenda soslayar el problema en aras de una dudosa preservación de la imagen gubernamental.
Es por eso de esperar que en las filas gubernamentales se imponga la conciencia acerca de la magnitud del problema y que, en consecuencia, se acopie el valor que hace falta para enfrentarlo más allá de los cálculos políticos inmediatos, lo que incluye, indudablemente, el apoyo y compromiso de otras naciones que sufren problemas similares al nuestro.