Hace unos días, como parte de un importante giro en su política de lucha contra las drogas, el Gobierno ha decidido, a través del Viceministerio de Defensa Social, suscribir un plan trinacional contra el narcotráfico con los representantes diplomáticos de Brasil y Estados Unidos, con el expreso propósito de hacer más eficientes las tareas de represión de las actividades relacionadas con toda la cadena de producción y comercialización de cocaína.
El acuerdo ha sido negociado y pactado con mucho sigilo, lo que impide conocer detalles de su contenido pero no sus lineamientos principales. Por lo que se sabe, el principal de ellos consiste en optimizar el control estatal sobre las plantaciones de hoja de coca, para lo que se recurrirá a tecnología de punta provista por Estados Unidos y Brasil. Simultáneamente, se instalarán radares en la zona fronteriza entre otros instrumentos necesarios para hacer frente a las bandas de narcotraficantes.
El acuerdo trinacional, que comentamos, marca sin duda el inicio de una nueva fase en la lucha contra las drogas. Se cierra así una especie de periodo de transición que quedó abierto cuando en 2008 el Gobierno nacional decidió expulsar a la DEA y se inaugura una nueva que tendrá a Brasil como el principal protagonista y a Estados Unidos jugando un rol mucho más discreto que el que tuvo durante las últimas décadas.
Es indudable que la nueva estrategia se explica en gran medida por la peculiar relación que el gobierno de Evo Morales ha tenido con el tema de las drogas y principalmente con el primer eslabón de la cadena, la producción de la hoja de coca, desde tiempos muy anteriores a su ascenso a la Presidencia del Estado. No es menos cierto, sin embargo, que el nuevo enfoque está también directamente condicionado por circunstancias ajenas e independientes de la voluntad de los gobiernos –boliviano, brasileño y estadounidense, en este caso– que los han obligado a revisar los criterios que durante las últimas décadas guiaron la lucha contra las drogas no sólo en nuestro país, sino en Latinoamérica y en el mundo entero.
La trágica experiencia mexicana, donde se ha puesto en evidencia con toda su crudeza el rotundo fracaso de una lucha contra las drogas concentrada en actividades represivas, y el inminente riesgo de que un fenómeno similar se reproduzca en otros escenarios, como las favelas brasileñas, por ejemplo, ha obligado a los gobernantes de los países más directamente afectados a hacer causa común pasando por encima de otro tipo de consideraciones, como las afinidades políticas o ideológicas, que en otros tiempos merecían máxima prioridad.
En ese contexto, el paso dado por los gobiernos de Bolivia, Estados Unidos y Brasil puede ser visto como una esperanzadora señal indicadora de que en los tres países gana terreno la consciencia sobre la necesidad de enfocar el problema de las drogas con visiones renovadas y dispuestas a aprender de los errores del pasado. Se trata, sin duda, de una muestra de triple predisposición para afrontar el problema de manera integral, sin las simplificaciones y reduccionismos que tan pobres resultados condujeron hasta ahora.
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