Asi como Roberto Arlt vislumbró en sus dos grandes novelas la madeja fascista que se cernía sobre las naciones jóvenes del Sur, la guerra contra las drogas y el narcotráfico impregna hoy buena parte de la literatura, sobre todo en Colombia y México, donde la cultura narco se ha infiltrado en todos los aspectos de la vida. Expandida como un virus, pone y derriba gobiernos, compra y vende conciencias, se toma la vida de las familias y ahora la vida de las naciones. La cultura narco es la cultura del nuevo milenio.
Cada vez que la imaginación parece aproximarse a una radiografía de los hechos, la realidad le saca ventaja con nuevas palabras que los diccionarios no alcanzan a definir. Todos los días las noticias arrojan cadáveres que se ordenan entre "decapitados" y "severamente mutilados"; los sicarios ya no tienen una patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las villas de San Martín o Boulogne, donde a fin de año, y con diferencia de horas, hubo dos acribillados por el control de la venta de cocaína y marihuana. La traición, si se sospecha, se castiga con acciones mafiosas; si se prueba, con crímenes que traen más muertes, en una escalada de venganzas infinitas.
En su novela póstuma, 2666 , Roberto Bolaño relató en toda su crudeza y horror los asesinatos de mujeres en Santa Teresa, transmutación literaria de Ciudad Juárez, enclave fronterizo con El Paso, Texas, donde desde hace décadas gobiernan la violencia y la impunidad. Esas muertes narran un crimen continuo, una historia de nunca acabar. Un empresario poderoso que observa cómo su país está siendo minado por los narcotraficantes en complicidad con la corrupción del poder, decide ganarles "Siendo más criminal que ellos" en la última novela de Carlos Fuentes, Adán en Edén . La manera en que el dinero sucio del narcotráfico penetra en la sociedad provocó picos de rating en la versión para televisión de Sin tetas no hay paraíso , la historia en la que Gustavo Bolívar cuenta cómo una joven de 17 años se prostituye para comprarse pechos más grandes y así acceder al círculo de los traficantes. En La conspiración de la fortuna, Héctor Aguilar Camín dibuja el pueblo de Martiñón Agüeros, un capo del narcotráfico que condensa a cada uno de los pueblos y jefes narcos que con su beneficencia compran voluntades e hipotecan el alma de los más desfavorecidos. La lista viene amontonando títulos en sintonía con el ritmo en que avanzan la muerte y la corrupción por el continente: Rosario Tijeras, de Jorge Franco; La reina del S ur,de Arturo Pérez-Reverte;Balas de Plata , de Elmer Mendoza, o La virgen de los sicarios , de Fernando Vallejo son apenas unos pocos ejemplos con un denominador común: cada golpe al narcotráfico es devuelto con otro golpe aún mayor.
Es lo que le ha ocurrido al presidente Uribe en Colombia, y ahora a Felipe Calderón en México. Mientras tanto, se destruyen personas, familias, pueblos, culturas. Cada día se hace más evidente que la guerra no es la solución al problema y que la única vía posible es enfrentarlo desde la raíz, es decir, desde la despenalización del consumo.
Las inteligencias más lúcidas del continente insisten en que es imperioso llegar a un acuerdo de cooperación entre traficantes y consumidores. Cuando se rompan esos pactos siniestros de silencio y dinero, y los expendios de droga salgan a la luz del día, como el alcohol después de la ley seca, quizás hasta los propios traficantes descubran las ventajas de trabajar dentro de la ley y, al sentirse más seguros, irradien esa seguridad sobre las comunidades a las que comprometen.
La despenalización avanza. España, que trata la drogadicción como un problema de salud, fue el primer país europeo en despenalizar el consumo de marihuana. El uso y la posesión para uso personal no es delito, aunque el consumo público está castigado con multas administrativas y su legislación contra el tráfico está entre las más severas de Europa. En 2001, Portugal aprobó una ley que descriminaliza todas las drogas y los resultados no están siendo desalentadores. En Italia se acaba de expedir un listado de dosis personales que aparejan sanciones administrativas, pero no penales. Venezuela también dictó recientemente una norma en la ley orgánica contra el tráfico ilícito y consumo de estupefacientes y psicotrópicos que despenaliza el porte de dosis personal hasta por cinco días, y al mismo tiempo se incrementaron las penas para los traficantes. Hace pocas semanas, y a contracorriente de una costumbre avalada por el ex presidente Bush, la administración Obama estableció que los fiscales federales no gastaran sus recursos en arrestar a personas que usan o suministran marihuana con fines medicinales. Quizás el caso más conocido sea el de Holanda, donde en rigor es delito el consumo de cualquier sustancia prohibida. Sólo hay cierta consideración para el acceso a la marihuana en los llamados coffee shops , lugares reservados para la compra y el consumo de menos de cinco gramos diarios. Pero desde hace años, Holanda ha mantenido una política de tolerancia hacia las drogas blandas, aun haciendo frente a la presión de otros países, sobre todo desde que en los 90 Europa abrió sus fronteras.
En la Argentina, un fallo de la Corte Suprema de Justicia estableció que el consumo personal de marihuana no es un delito y también ha concentrado en un solo juzgado federal todo lo relacionado con el paco, un veneno que genera una adicción de carácter físico que arrasa en los círculos más pobres de la población.
¿Es la despenalización la cura de todos los males? El lenguaje de las armas demostró su fracaso y la historia ya escribió su ejemplo más contundente cuando en los Estados Unidos se prohibió el consumo de alcohol durante los trece años que duró la ley seca. La prohibición, que comenzó el 17 de enero de 1920, lejos de hacer desaparecer el vicio provocó el surgimiento de un mercado negro del que surgieron todos los Al Capone, los Baby Face Nelson, los falsos héroes como Bonnie & Clyde y una legión de padrinos que sembraron el terror a sangre y fuego. Como era casi previsible, muy pronto la corrupción se apoderó de las conciencias policiales. Treinta y cinco por ciento de los agentes encargados de velar por la prohibición terminaron con sumarios abiertos por contrabando o complicidad con la mafia y las consecuencias en la salud de la población tuvo estadísticas nefastas: treinta mil muertos por envenenamientos con el alcohol metílico y otros adulterantes, a los que recurrían los bebedores desesperados. Cien mil personas resultaron víctimas de ceguera, parálisis y otras complicaciones derivadas del consumo de alcohol irregular. En 1933, cuando Franklin D. Roosevelt derogó la ley seca, el crimen violento descendió dos tercios. En Estados Unidos no se acabaron los borrachos, pero desaparecieron los Al Capone.
Matar al perro enfermo no pone fin a la rabia. Ni el arresto del mexicano Rafael Caro Quintero o el operativo cinematográfico que acabó con la vida del colombiano Pablo Escobar Gaviria, por citar a dos de los capos del narcotráfico más temibles y conocidos de las últimas décadas, extirparon el problema. Donde se acabó con uno, pronto surgió otra media docena dispuesta a tomar las riendas del negocio. Hace pocos días, las fuerzas especiales de la Armada de México protagonizaron otra escena hollywoodense cuando bajaron desde sus helicópteros sobre el condominio Altitude, en Cuernavaca, Morelos, y tras varias horas de combate acribillaron a Arturo "la Muerte" Beltrán Leyva, el "jefe de jefes" del narcotráfico. Lo que se mostró como otro éxito certero sólo traerá una nueva escalada de violencia para ocupar el trono del rey depuesto con alguien cuyo apodo también lleve un mensaje letal.
El combate más efectivo contra el narcotráfico es arruinarles el negocio. Y la única vía posible para hundirlo es legalizando el consumo. Todas las estrategias de guerra aplicadas en la región durante los últimos treinta años resultaron un fiasco, con un balance de muertos y de groseros gastos de dinero sin que nada haya cambiado. No se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor, invirtiendo esos mismos millones en salud pública y en campañas efectivas que no demonicen al consumidor ni lo atemoricen con un destino de represión y cárcel. Muchos se rasgaron las vestiduras cuando el sida dejó de tratarse como una enfermedad vinculada a los homosexuales y se trató como un mal que afectaba a todos por igual, lo que terminó produciendo resultados enormes. Esta es la perspectiva de igualdad que se debería plantear ante el consumo de drogas.
Pero acaso no haya mayor semejanza para estos tiempos de cultura narco que con la era de la cultura alcohólica y sus carteles de asesinos que convertían las ciudades en feudos aptos para la rapiña. El mejor retrato de esa época ha sido trazado por el gran periodista norteamericano Lewis Allen, en su crónica Just Yesterday , "Tan sólo ayer" (1957). Allen enumera los difíciles pasos que debieron darse para la despenalización y para el regreso de los Estados Unidos a una vida normal. La ley seca tropezó primero con las normas de la Constitución federal, que exigía la aprobación de cada uno de los estados para imponerla. En todas las cámaras se oyeron debates estrepitosos que disgustaban al partido gobernante, pero la pluralidad de ideas enriqueció el futuro. El tránsito hacia un país nuevo fue más lento de lo que se había supuesto. Comenzó con un éxodo masivo de pequeños ahorristas a la Florida y con un aumento singular de los precios agrícolas, que enriqueció a miles de campesinos en el Medio Oeste. El obstáculo mayor en América latina para desterrar la cultura narco es la necesidad de que los países productores y exportadores de drogas compartan la responsabilidad de erradicarla con el principal país consumidor, cuyas intenciones no siempre han sido las de un buen vecino.
Lewis Allen advierte, en su extraordinaria crónica, que la derrota de la cultura narco no se sintió de un día para el otro en los países ni en las vidas privadas. "La libertad que tan desesperadamente buscaban los jóvenes en el alcohol -escribe Allen- no se había perdido, pero resultaba difícil descubrir un verdadero cambio real en el empleo que se daba a esa libertad. Lo que había desaparecido era la excitada sensación de hacer pedazos los tabúes. Los frutos del pecado se estabilizaban en un nivel inferior. También desaparecía, al menos en parte, la histérica preocupación sobre las hazañas sexuales que habían caracterizado la época de posguerra. Sólo de una cosa se podía tener certeza: a los viejos capos ya no les sería tan fácil tender las mismas trampas. Nada se repetiría. El final del tiempo vuelve a menudo sobre sus pasos, pero siempre es para trazar un nuevo canal."