El texto bíblico dice: “Noé comenzó a cultivar la tierra y plantó una viña. Un día Noé bebió vino y se emborrachó y quedó tirado y desnudo…” (Génesis 9,21).
Mientras en algún lugar del mundo haya alguien dispuesto a consumir un producto y pagar por ello, habrá alguien dispuesto a producirlo y cobrar por ello. Éstas son las dos premisas básicas que explican porqué la guerra contra las drogas ha fracasado.
La primera indica claramente que desde que los seres humanos existen han buscado experiencias nuevas. Parte central de esas experiencias es el consumo de sustancias que alteran su comportamiento y que les producen experiencias de placer, éxtasis, descubrimiento de nuevas sensaciones, percepciones antes desconocidas, o estímulos físicos y mentales que potencian lo que se conoce como un estado de normalidad.
Esta evidencia probada a lo largo de milenios demuestra que no existe posibilidad alguna de eliminar del horizonte de la cotidianidad individual y colectiva de la sociedad humana, la voluntad y la acción para conseguir el cambio de comportamiento ante la posibilidad y el deseo del uso de determinadas sustancias. El asunto tiene que ver con el deseo. Es el deseo –motor abrumador de nuestros cuerpo y nuestro espíritu-- el que conduce a ésas y otras experiencias que tienen que ver con el descubrimiento de nuevos mundos, en los que el placer y el goce son fundamentales.
El consumo de drogas como el alcohol o el cigarrillo, demuestran sobradamente que la propia sociedad no tiene otra alternativa que aceptar el desarrollo de un mercado legal en el que, en el mejor de los casos, se aplica una política estatal de disuasión aplicada de diferentes maneras y con diversa intensidad. Si esto es así, mal haríamos en intentar cambiar la naturaleza humana y pretender que los argumentos de carácter ético o moral tienen una fuerza tal que convencerán a todas las personas, por sí solas o en su vida en común, de dejar de hacer algo que han hecho a lo largo de toda su vida a lo largo de todas las generaciones que han existido.
En términos generales podemos entender que la razón por la que se inició la guerra contra las drogas, basada en una idea fuerza fundamental, la prohibición, se apoyó en un argumento principista: “El consumo inmoderado de drogas es malo”. Entiéndase por malo, dañino a la salud de la persona que las consume, dañino a sus seres más próximos y al conjunto de la sociedad en la que esa persona vive. Pero ese consumo, además, genera adicción. La adicción trastorna al individuo quitándole la posibilidad del ejercicio del libre albedrío. Lo que originalmente era una decisión consciente y voluntaria, se transforma con el incremento de la adicción en una dependencia que elimina toda posibilidad de libre decisión del consumidor.
Dado que el razonamiento clave es el de las consecuencias negativas que ejercen determinadas sustancias sobre la gente, hay que identificar esas sustancias, clasificarlas, hacer un listado de ellas y prohibir su consumo. La prohibición, se supone, es un mecanismo decidido por quienes dirigen la sociedad con el objetivo de librar del daño a la persona y a la sociedad en su conjunto. Pero como el daño tiene una magnitud muy grande, se hace imprescindible que esa decisión sea asumida no por una sociedad, sino por todas. De ese modo, se construye un edificio legal de carácter internacional (de alcance prácticamente mundial) que prohíbe la libre circulación de determinadas sustancias, que a partir de determinado momento se conocen como sustancias controladas.
No abundaré en la pregunta obvia que nadie quiere ni puede responder ¿Por qué unas drogas son legales y otras son prohibidas, siendo su efecto sobre la salud física y mental de quienes abusan de ellas, exactamente igual de devastador?
Enfrentamos un problema de doble discurso, de doble moral, de intereses millonarios, no sólo los del crimen organizado, sino de Estados cuyas estructuras de prohibicionismo y lucha contra el narcotráfico mueven cantidades multimillonarias. Enfrentamos otro problema real y que toca directamente a la gente, los efectos del consumo de drogas (legales e ilegales) destruyen personas, destruyen familias, afectan el funcionamiento y la eficiencia productiva de nuestras sociedades y construyen una red de violencia y delincuencia conexa, que se han convertido en uno de los problemas mayores que enfrentamos.
¿Somos capaces de enfrentar con mente abierta estos desafíos? ¿Podemos atrevernos a discutir todas las opciones más allá de los parámetros clásicos en los que hemos enmarcado ética y prácticamente la cuestión?
Las drogas nos acompañarán por siempre, son parte intrínseca de nuestras vidas. Ésa es una realidad que está más allá de cualquier consideración vinculada a nuestras buenas intenciones o a nuestra visión moral de la vida. Entenderlo es imprescindible para encarar la cuestión de una manera distinta a la que nos hemos aproximado hasta hoy. ¿Cuántos años de fracasos más necesitamos para entenderlo?
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